Antes que cante el gallo
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El sol del mediodía ardía indolente sobre las cabezas de la curiosa concurrencia, una suave brisa traía consigo como un suspiro que aplacaba los ánimos, apenas un leve sosiego. La multitud reunida en la plaza central del pueblo armaba un gran alboroto alrededor del viejo profeta, todos estaban allí para oír lo que este tenía que decir. Pero en cuanto comenzó a hablar las caras se transfiguraron, algunos escucharon absortos las terribles advertencias, mientras unos se persignaban otros no hacían más que grotescas muecas de incredulidad y burla; también estaban quienes se limitaban tan sólo a lanzar miradas de indignación, mientras reprobaban con la cabeza indicando que el anciano al parecer habría enloquecido. ¡Claro! Era evidente que ésta sería la reacción de la gente al decirles que el mundo había llegado a su fin; sin embargo, durante los años anteriores cuando él pronosticaba prosperidad y buenas cosechas, no sólo le creían sino que aprobaban sus profecías –Jamás se ha equivocado–. decían, prácticamente consagrándolas con un sello de credibilidad incuestionable; pero ahora no sólo dudaban de la veracidad de sus dichos, sino que además se burlaban de él e incluso lo consideraban senil. La voz del viejo profeta se alzaba con convicción sobre la necedad de la multitud, lanzando a gritos su discurso. Expresando desesperadamente una verdad que nadie quería oír, una verdad inapelable según su juicio y un final inevitable. Mientras algunas damas del pueblo repentinamente se desvanecían, él repetía –El mundo se acabará hoy mismo–, ya sea por el impacto de la noticia o por el intenso calor se desplomaban inconscientes. De repente, entre la concurrencia un hombre tomó la palabra y enfrentó al profeta en tono sarcástico: – ¡Ya no hagáis escándalo viejo! Que el mundo no se acabará hoy, eso te lo profetizo yo. Pero por las dudas… –y con un gesto grosero, empinando la botella de licor que traía bajo el brazo, ahogó su propia voz prendiéndose a su pico, bebiendo un interminable trago. Mirando con profunda tristeza a la concurrencia, el profeta les dijo: –Os aseguro de que antes que cante el gallo, el mundo se habrá acabado. Sucumbirá bajo las llamas y vosotros también, arrepentíos de vuestros pecados porque el fin ha llegado. Desmayos, burlas, gritos desesperados, pero por sobre todo incontables carcajadas, la gente no parecía darse cuenta de que estaba contemplando una revelación sino tan sólo un ridículo espectáculo. –Definitivamente se ha vuelto loco –comentaba la gente. –Ahora ya no hay duda alguna, lo que ha dicho son tan sólo incoherencias, anuncia que el mundo se terminará hoy mismo, peor aún, que será antes que el gallo cante, ¿Cómo es eso posible? Si ya es mediodía. La gente se alejó de él dejando la plaza central desolada, pero la resquebrajada voz del anciano no cesaba de augurar que el fin del mundo había llegado. El escritor esbozando un bostezo, se levantó repentinamente desperezándose, luego volvió a inclinarse una vez más sobre el manuscrito y releyéndolo rápidamente resolvió que no tenía arreglo. Como con resignación expresó mientras se refregaba los ojos –Ya casi sale el sol, no vale la pena. El único buen personaje resultó ser el profeta, aunque un tanto trillado. Levantándose con pereza de la silla caminó lentamente sosteniendo las páginas entre sus manos, luego deteniéndose justo delante de la chimenea les dio una última mirada de forma panorámica, hojeando el texto sin mucho interés; finalmente arrojó el manuscrito a las llamas y salió del estudio mientras todavía se las escuchaba chasquear. Unos pocos segundos después, el gallo cantó.
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